Napoleón contra Rusia 3: De Borodino a la captura de Moscú


El Infierno de Borodino y la Conquista Vacía de Moscú: El Punto de Inflexión de 1812

La campaña rusa de Napoleón Bonaparte, inicialmente concebida como una rápida demostración de fuerza, se había transformado en una agotadora marcha a través de vastas extensiones de terreno y una frustrante búsqueda de un enemigo que rehuía el combate decisivo. Sin embargo, a principios de septiembre de 1812, esa espera llegaría a su fin. A solo unos 120 kilómetros al oeste de Moscú, cerca del río Moskova, en un lugar llamado Borodino, el Mariscal Mikhail Kutuzov, el nuevo comandante en jefe ruso, decidió finalmente plantar cara. La dignidad de la capital y la presión popular exigían un enfrentamiento.

Borodino: La Carnicería de un Día

El 7 de septiembre de 1812 amaneció con una densa niebla que pronto se disipó, revelando las formidables posiciones defensivas rusas. Kutuzov había dispuesto a sus hombres a lo largo de una línea de fortificaciones de campaña, incluyendo las famosas flèches (obras defensivas en forma de flecha) de Bagration y la Gran Reducto de Raevsky, un bastión crucial en el centro de la línea rusa. Frente a ellos, Napoleón desplegó a su Grande Armée, aún imponente pero ya mermada por la enfermedad y la fatiga.

La batalla que siguió fue una carnicería sin precedentes, una de las más grandes y sangrientas batallas de un solo día en la historia militar hasta ese momento. Desde las primeras horas de la mañana hasta el anochecer, oleadas de soldados franceses y de sus aliados se lanzaron repetidamente contra las bien defendidas posiciones rusas. Las flèches de Bagration cambiaron de manos varias veces en combates cuerpo a cuerpo brutalmente intensos, donde la artillería causó estragos en ambos bandos. El general Bagration, héroe de la defensa rusa, fue mortalmente herido en estas acciones.

En el centro, el Reducto de Raevsky se convirtió en un matadero. Las cargas de la caballería francesa, incluidas las de los coraceros, chocaron contra la infantería rusa atrincherada, en una lucha desesperada por el control de la colina. Napoleón, a pesar de sus habituales reservas estratégicas, tuvo que comprometer a gran parte de su Guardia Imperial, aunque se abstuvo de lanzarla por completo, lo que más tarde sería motivo de debate.

Al final del día, el campo de batalla era un horror. Se estima que las bajas superaron las 70.000 entre ambos ejércitos. Tácticamente, la batalla fue una victoria francesa; los rusos se retiraron del campo, abandonando sus posiciones. Sin embargo, estratégicamente, fue un empate sangriento. El ejército ruso no había sido destruido ni aniquilado; simplemente se había retirado en buen orden, manteniendo su cohesión y su capacidad de lucha. La victoria decisiva que Napoleón anhelaba, aquella que forzaría la rendición rusa, no se había materializado.

La Conquista Vacía de Moscú

Tras la batalla, Kutuzov tomó la dolorosa pero pragmática decisión de abandonar Moscú para salvar lo que quedaba de su ejército. Era un sacrificio terrible, pero estratégico. El 14 de septiembre de 1812, una semana después de Borodino, Napoleón y su Guardia Imperial entraron triunfalmente en las antiguas puertas de Moscú, la venerada capital. El emperador francés esperaba una delegación de boyardos ofreciéndole las llaves de la ciudad y solicitando la paz, la imagen tradicional de una conquista.

Lo que encontró, sin embargo, fue un silencio inquietante. Moscú estaba desierta. Sus habitantes habían huido en masa por orden del gobernador, el conde Fyodor Rostopchin, llevándose consigo la mayor parte de los suministros y negando a los franceses los recursos que tanto necesitaban. El «triunfo» de Napoleón fue una entrada en una ciudad fantasma, carente de la gloria que había imaginado.

La decepción se convirtió rápidamente en desastre. Horas después de la entrada francesa, comenzaron a aparecer incendios por toda la ciudad. Se discute aún hoy si fueron obra de saboteadores rusos (como afirmó Rostopchin), de soldados franceses ebrios o descuidados, o una combinación de factores. Lo cierto es que, avivados por fuertes vientos y la naturaleza de madera de muchas construcciones, los incendios se descontrolaron, consumiendo gran parte de la ciudad durante varios días. Las magníficas iglesias, los palacios y las casas se redujeron a escombros humeantes.

Napoleón, aislado en el Kremlin, observó con impotencia cómo la ciudad que había «conquistado» ardía a su alrededor. Sin una delegación rusa que negociara, sin la rendición esperada, sin suministros y con su ejército cada vez más desmoralizado, la situación era insostenible. La toma de Moscú, lejos de ser el golpe de gracia que pondría fin a la campaña, se convirtió en una trampa. La llegada del invierno ruso, el «General Invierno», y la obstinación de Kutuzov en no ofrecer más batallas decisivas, condenarían al Gran Ejército a una retirada catastrófica que marcaría el principio del fin del imperio napoleónico. La victoria de Borodino había sido pírrica, y la captura de Moscú, una victoria hueca que sellaría el destino de la invasión.


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