Cuando hablamos de los grandes estrategas de la Antigüedad, suelen mencionarse nombres como César, Alejandro o Aníbal. Pero hay un nombre que, aunque menos conocido por el gran público, merece estar en esa misma lista: Flavio Belisario, el general bizantino que, en el siglo VI, desafió al olvido y trató de devolver a Roma su antigua grandeza.
El general del renacimiento imperial
Belisario nació hacia el año 500, probablemente en alguna región de los Balcanes, como Tracia o Iliria. Su identidad étnica —latina, griega o mixta— sigue siendo un tema de debate, pero lo que sí está claro es que fue un producto del crisol cultural del Imperio de Oriente. Entró joven al servicio militar y pronto destacó por su capacidad táctica, su disciplina y su lealtad inquebrantable al emperador Justiniano I.
Bajo su mando, el Imperio Bizantino vivió su última gran expansión territorial. Las campañas de Belisario fueron brillantes, rápidas y muchas veces ejecutadas con recursos limitados. Derrotó a los persas sasánidas en la frontera oriental, aplastó al reino vándalo en África del Norte, reconquistó Italia arrebatándosela a los ostrogodos y defendió Constantinopla durante la brutal revuelta de Nika en 532, donde murieron más de 30.000 personas.
Estrategia y moderación: el estilo Belisario
A diferencia de otros generales de su tiempo, Belisario era más que un soldado: era un estratega paciente, calculador y profundamente respetado por sus tropas. Se rodeó de una guardia personal de élite, los bucellarii, a los que pagaba de su propio bolsillo. Su carisma y disciplina crearon un cuerpo de combate eficaz, leal y temido.
Durante el asedio de Roma en 537, defendió la ciudad con recursos mínimos frente a un ejército ostrogodo muy superior en número. En Rávena, en 540, empleó la diplomacia para ganarse la confianza de los godos y tomar la ciudad sin derramamiento de sangre, capturando a su rey Vitiges y devolviéndolo encadenado a Constantinopla.
La ingratitud de la corte
Pero su brillante carrera tuvo un precio. En la corte de Constantinopla, las victorias de Belisario generaban celos, especialmente en el propio Justiniano, que temía que su general se convirtiera en una figura demasiado poderosa. Le fueron retirados apoyos, se le asignaron campañas imposibles, y se le sustituyó por otros mandos, como el eunuco Narsés, con mayor influencia palaciega.
A pesar de su lealtad, fue acusado de conspiración en 562, encarcelado brevemente y despojado de parte de su patrimonio. Poco después fue rehabilitado, pero ya era tarde. Murió alrededor del año 565, alejado del poder, tras haberlo dado todo por un Imperio que, al final, le volvió la espalda.
¿Héroe trágico o símbolo eterno?
La leyenda cuenta que Belisario murió ciego, mendigando en las calles de Constantinopla, con la frase: “Una limosna para Belisario”. Aunque esta imagen es probablemente apócrifa, ha perdurado como símbolo universal de la ingratitud del poder hacia sus servidores más leales.
Hoy, Belisario es recordado como el último gran general romano. No por haber fundado un imperio, sino por haber intentado, con inteligencia y fidelidad, que uno no desapareciera. Su figura encarna la lucha entre el mérito y la envidia, el deber y la traición, la gloria y el olvido.
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